El primer amor nos suele dejar un recuerdo imborrable. ¿Peropuede también dejar una huella más duradera, que perdure incluso en la siguiente generación? Este es el argumento de la novela Madeleine Ferat, del francés Zola (1840-1902). Escrita en 1868, narra las vicisitudes de Madeleine, la protagonista, que se enamora de un cirujano, Jacques, que con el tiempo resultaría ser el mejor amigo, casi un hermano, del que se convertiría en su marido, al que entonces no conocía. Cuando éste descubre el pasado de su esposa se asegura de poner tierra de por medio para acabar con el romance. Sin embargo, la hija de Madeleine y William tiene un gran parecido con Jacques, el primer amante de la esposa, a pesar de que la distancia y el tiempo transcurrido aseguran la legitimidad de la pequeña.
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¿De dónde sacó Zola esta, a priori, descabellada idea? Aunque hoy nos pueda parecer que no tiene mucho sentido, en la segunda mitad del siglo XIX era un tema de moda. Lo recogía también otro novelista brasileño, Joaquim Maria Machado de Assis, en "Don Casmurro". Se hablaba entonces de la "impregnación" de una mujer por un hombre al que anteriormente había amado y su influencia en la descendencia posterior, que él no había engendrado. La idea, sin embargo, no era nueva, y ya la había planteado el filósofo Aristóteles, probablemente fruto de alguna de sus sagaces observaciones.
Una «curiosa observación»
Esta vieja creencia sin duda se vio alentada por una "curiosa observación" documentada en la Royal Society de Londres en 1820. Un noble inglés, el conde de Morton, quería domesticar una especie de cebra hoy extinguida conocida como cuaga (Equus cuagga). Originaria de Sudáfrcia tiene un pelaje pardo rojizo, con el lomo y los cuartos traseros libres de rayas, que sólo aparecían en la cara, cuello, costados y crines.
Cuando Morton cruzó un cuaga con una yegua árabe, obtuvo híbridos parecidos a la cebra, como era de esperar. Pero la sorpresa llegó cuando volvió a cruzar posteriormente a la yegua con un semental pura raza árabe. La descendencia tenía el color y las características del cuaga. "No cabe duda de que el cuaga ha afectado al carácter de la descendencia que posteriormente ha engendrado el caballo negro", razonaba Darwin (1809-1882), el padre de la teoría de la evolución, que utilizó este hecho en su argumentación para defender la pangénesis, una teoría sobre la transmisión de los caracteres de padres a hijos.
El biólogo alemán August Weismann batizó como telegonía este curioso fenómeno, que podía incluso observarse en la descendencia de mujeres viudas con un segundo marido. En ocasiones, los hijos del segundo matrimonio se parecían al primer marido y mostraban características propias de éste tan llamativas como el pelo rojo aunque sus progenitores fuesen morenos.
La telegonía, que posteriormente fue desterrada, sostenía que los hijos pueden parecerse a la pareja anterior de la madre en lugar de a su progenitor. Y Weismann proponía para explicarlo que los espermatozoides que había alcanzado el ovario después de la primera unión sexual podían penetrar en ciertos óvulos que todavía eran inmaduros, "impregnándolos".
Pruebas a favor
Pues ahora, una trabajo publicado en la revista Ecology Lettersdemuestra por primera que esta forma de herencia no genética puede darse en moscas. Para ello, un grupo de científicos australianos liderados por Angela Crean cruzaron moscas inmaduras, como sugería Weismann, con machos grandes y pequeños. Cuando ya eran fértiles, cruzaron a las hembras de nuevo y lo que encontraron fue que "a pesar de que el segundo macho engendró la descendencia, el tamaño de la progenie lo determinaba el de la anterior pareja sexual de la madre".
Así, aunque el padre fuera grande, porque había sido muy bien alimentado con proteínas en su fase de larva, la jóvenes moscas serían de tamaño pequeño si el macho con el que se cruzó la hembra por primera vez en su etapa inmadura era pequeño. "Este hallazgo muestra que también se puede transmitir algunos rasgos adquiridos a la descendencia de parejas posteriores de una hembra".
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