jueves, 27 de febrero de 2014

Del absurdo al disparate hay un trecho. Y luego está el dictador de Venezuela.

Absurdo es que las llaves del Santo Sepulcro de Jerusalén se encuentren en manos de dos familias musulmanas desde tiempos inmemoriales para evitar la guerra entre las seis confesiones cristianas que se reparten el templo donde, según la tradición, se produjo la crucifixión, enterramiento y resurrección de Cristo. Desde los tiempos de Saladino, la custodia de este santuario se encuentra en manos moras porque las trifulcas en suelo santo –el más santo que se me ocurre– están a la orden del día entre la Hermandad Griega del Santo Sepulcro, que controla la mayor parte del templo; los franciscanos, guardianes de los oratorios donde Jesús se apareció a María y a la Magdalena; los armenios, dueños del subsuelo; los coptos, señores de una piedra en la que, presuntamente, reposó la cabeza de Cristo ya muerto, y los sirios, que se disputan una capilla con los armenios cerca de la tumba de José de Arimatea. Como a los pobres etíopes no les quedaba nada, se subieron al tejado en 1970, cambiaron los cerrojos y allí están junto a un monje copto que hace guardia por si al enemigo se le ocurre ir al baño. Hasta los antidisturbios israelíes han tenido que intervenir en más de una ocasión para evitar que los "cruzados" se líen a mamporros entre ellos.

Un disparate es que un piloto etíope secuestre un avión, lo desvíe de Roma a Ginebra con el fin de pedir asilo político en un país que, precisamente, acaba de limitar la entrada de extranjeros (europeos incluidos) y la Fuerza Aérea Suiza no intervenga porque aún no había comenzado su jornada laboral. El primer episodio de piratería aérea en Suiza en 19 años, y sus cazas no despegan porque sólo operan de 8:00 a 12:00 y de 13:30 a 17:00. En horario de oficina, vaya.
El fin de maduro
Pero en estas olimpiadas insensatas, la medalla de oro se la lleva por aclamación popular don Nicolás Maduro, a quien no le basta con llevar a Venezuela a ser el campeón del mundo en inflación, inseguridad ciudadana y jurídica, homicidios y desabastecimiento de productos de primera necesidad –desde leche para los recién nacidos hasta insulina– sino que se atreve a culpar de los diez muertos que han dejado las protestas contra su régimen al opositor Leopoldo López, entregado a la "justicia" para evitar cualquier mal a su esposa y sus dos hijos. El sucesor de Chávez, quien puso a un bobo en el cargo que le hiciera bueno una vez muerto, está a punto de hacer que se cumpla mi pronóstico: no pasará de este año en Miraflores. Déjenme recordar por qué.

La corrupción se traga el 60% del presupuesto anual, unos 30.000 millones de dólares. Y, tras 15 años de chavismo, Venezuela ha escalado a los primeros puestos entre los países más corruptos del mundo, las reservas en moneda extranjera han caído un 27% en solo un año y ya ni siquiera se cumplen los envíos de petróleo a los aliados. La lista sería interminable, pero no determinante.

El detonante es otro. La promesa revolucionaria de un futuro mejor lleva 15 años incumplida. Toda una generación que no ha conocido más que el chavismo está hastiada de violencia y falsas quimeras. Los jóvenes que han tomado las calles no esperan ya nada de la dictadura salvo más represión y pobreza. Maduro está acabado, como todos los déspotas del mundo. Hoy las herramientas de comunicación son tantas y tan variadas que la censura es imposible. Un segundo después de que un tirano mande silenciar Whatsapp o Twitter y los jóvenes que piden su cabeza habrán hallado veinte fórmulas para soltarse la mordaza. Venezuela no es una isla incomunicada, aunque muchos lo pretendan. Miles de adolescentes están dispuestos a luchar para que eso nunca ocurra. Para vergüenza de los líderes latinoamericanos que callan ante la brutalidad de un régimen lisérgico.



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